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Año 1987. Nuestro país, como se recordará, atravesaba los estertores de una larga y cruenta dictadura. Época de aislamiento cultural, apenas remecida por uno que otro hito memorable. Uno de ellos, lejano y casi olvidado, fue la publicación en México de La Nueva Provincia, segunda novela del destacado académico y lingüista chileno Andrés Gallardo Ballacey.

Casi tres décadas después, Liberalia Ediciones rinde justicia a su autor y salda cuentas con la triste costumbre nacional de ignorar el trabajo de nuestros creadores, siempre más reconocido en tierras extranjeras que en suelo propio, lanzando una nueva y bella reedición. El escenario del desagravio no pudo ser mejor: el salón de honor de la Academia Chilena de la Lengua. Y lo mismo podemos afirmar sobre las elegidas para llevar a cabo la reivindicación: Vivian Lavín, mentora responsable del programa Vuelan las Plumas, y Adriana Valdés, ícono a esta altura emblemático e imprescindible de la crítica cultural latinoamericana.

En términos de anécdota, el punto de partida de la novela es el terremoto de Chillán ocurrido en 1939, hecho de por sí significativo, pues de entrada se nos instala la idea de que el cataclismo, fenómeno recurrente en nuestra historia, prefigura las acciones y el ánimo de los sujetos afectados por él. El movimiento telúrico, literalmente, remece nuestra forma de ser y estar en esta geografía cambiante e imprevisible. Pues es a partir del terremoto que el protagonista, Gaspar Cifuentes, tuerce su destino al escribir una sentida carta que denuncia la situación catastrófica en la que ha quedado su natal Coelemu, subrayando el abandono de las autoridades centrales. La misiva, dirigida a variados periódicos de circulación regional y nacional, cala hondo en el ánimo de la comunidad coelemana, transformando a Cifuentes en un personaje reconocible y admirado, prestigio que le permitirá iniciar una exitosa carrera política en las filas del radicalismo.

Ya investido alcalde, serán los festejos del bicentenario de Coelemu el momento fundacional de la cruzada que Cifuentes encabezará por más de treinta años: convertir al apacible pueblo en una provincia, figura política-administrativa de rango superior, tal como lo establecía la Constitución de 1925. La secreta aspiración, confesada al fragor del pipeño y elixires varios, da cuerpo a otro tópico recurrente del provincianismo en el imaginario nacional: las querellas regionalistas para con la capital, además de los conflictos de convivencia diaria entre ciudades vecinas. Confinado al final del mundo, alejado de los centros de acción, el país en su totalidad queda fundado como un espacio provinciano, en cuyo interior las distintas comarcas luchan por desligarse de este rasgo, aspirando a ser algo más. La paradoja queda así desplegada.

Como ejercicio de memoria y nostalgia, la novela configura a través de la narración un mundo que ya ha sido clausurado, superado históricamente, y que por lo mismo no puede volver a constituirse. En esta reconstrucción el lenguaje ocupa un lugar importante al rescatar una forma casi extinta de hablar y expresarse (los personajes, baste un ejemplo, tienden a no incurrir en el tuteo). Otro aspecto de alto valor es el uso de un registro que se aleja de toda melancolía, privilegiando un tono de alegre remembranza, donde el humor y la parodia atraviesan buena parte del relato. Muestra de ello se aprecia en la dinámica que establece Cifuentes con sus camaradas-escuderos, Meneses y Baltasar Plasencia, al igual que cada uno de los capítulos y sus respectivos títulos, genuino guiño a las novelas de aventuras o al mismísimo Quijote. Como quijotesco también es el delirio con que el trío protagónico trata de acometer su desproporcionada empresa. Novela que rezuma vitalidad y con la cual el lector podrá verse reflejado, tanto en su biografía individual como en su inconsciente colectivo.

E.M.

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